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ISSN 1989-4163

NUMERO 115 - SEPTIEMBRE 2020

 

Doce Pasos

Carlos Ciprés

Mi relación con esta ciudad es más bronca que aceptable. Me refiero a que en general pesan más sus aspectos chatos o directamente aborrecibles que los agradables. La falta de estímulos, de alicientes, el vuelo gallináceo del provincialismo -allá no se están de bautizar Campos Elíseos a una avenida, aquí le ponemos el nombre de un mafioso porcinamente enriquecido, paradigma local de la inteligencia y la viveza-, el litoral escamoteado bajo inmensos estacionamientos náuticos, los cables de la luz y el teléfono polucionando obscenamente las miradas, la desidia de los comercios y la actitud fastidiada de sus dependientes, el que el máximo de amabilidad que pueda esperarse en un bar sea esa cínica displicencia y que se cuenten con los dedos de una mano(y sobren)las barras donde solazarse con un café decente o una caña bien tirada, una cerveza estúpidamente helada…

Procuro consuelo callejeando por lo antiguo, lo estrecho y sombrío, por el dédalo desordenado y carente de ángulos rectos de los barrios encajados por la ahora casi invisible muralla, ejercitando esa deliciosa capacidad de ir improvisando el rumbo para llegar a destino de la forma más insospechada. Entre ese primer límite y el siguiente -la circunvalación que ciñe los ensanches y los barrios abigarrados donde, por decirlo con un delirio lírico, la humanidad se estrecha- me quedo con las amplias aceras sumergidas en la penumbra de los plataneros y el mercado municipal de barrio, humilde y bullicioso, donde proveerse de hierbas y embutidos, de fruta, verduras y pescados de temporada, frescos y razonablemente económicos. Más allá del primer cinturón viario del que se desprenden como lenguas todas las autopistas que dominan el exiguo territorio, intento aprovechar igualmente la facilidad para practicar el capfico, esa evasión consistente en darse un chapuzón en el mar sin dedicarle apenas atención esa la ceremonia previa y posterior.

No me considero un esteta, ni siquiera un tipo con un criterio razonable o buen gusto, aunque, como cualquiera, cultive mis prejuicios y me niegue a confraternizar en los bares que, por buena vecindad, debería frecuentar pero cuyo nombre se me antoja de una adversidad infranqueable: El rincón de Choli, Aquí me quedo, Donde siempre, Si tú quieres, Solana’s, Cafetería Tony’s. Créanme, son apenas una pizca de un listado demasiado prolijo, demasiado infame. Aunque también hay plazas y calles que me llaman con tremenda fascinación apenas por lo mismo, el nombre. Bala Roja, La Dragona, Set Cantons, s’Hort d’es sol, George Orwell, Pes de sa palla, camí de Passatemps, camí de ca na Gallura, passeig de la Mar, camí de C’an Peixet, carrer Bon Vent, Joan Miró. Me dan repelús los funerales, las millas de oro, los edificios de oficinas enmoquetados con música ambiental, los palcos de los estadios, los centros comerciales, los aeropuertos, las franquicias, el qué dirán, la desidia, la soberbia, la arrogancia, la codicia y de todo eso hay en abundancia en esta bendita ciudad que, siento, me da más bronca que satisfacción.

Quizás por eso busco las escalinatas que cosen los barrios de abajo y de arriba, desde can Muntaner hasta la Costa de la Seu. De alguna prescindo por su severidad, como la de la plaza Mayor. En otras, los recuerdos se desatan en avalancha. La Plaça de Can Taganament, que parece conformada en su volumen por lo que mi ignorancia botánica cree un sauce más que por las fachadas que la delimitan, desagua por Santacilia, la escalerita donde abajo se ubicaba hace cuarenta años el Ítaca, un antro jipi de recuerdo gomoso, amable, humeante y arriba el Colgado, un garito oscuro, duro, aún muchomás humeante, donde por primera vez vi una papelina. Desde aquí, doblando un par de esquinas, se llega a uno de esos lugares inadvertidos y mágicos, por el que siempre merece la pena dejarse arrastrar. Encarando Argenteria desde la esquina de Bosseria, sintiendo el roce de la pared en el hombro derecho, son una docena de pasos en diagonal para que la estampa asome prodigiosa y redentora. Primero las esquinas de las azoteas y un estrecho cauce de cielo que se abrirá a cada paso y por el que en el segundo avance ya se deja intuir la forma redondeada de los adornos, que se asoman en los dos siguientes movimientos. La delicada redondez pétrea de los afeites que caracolean las agujas de Santa Eulàlia se impone a las líneas rectas de los edificios, que en un par de zancadas más pasan de anunciar la presencia de la torre a pasmar por su cercanía y amabilidad, por su contundente fragilidad.

En la progresión, los alfileres de la torre y sus aledaños se abalanzan sobre el paseante y le imponen definitivamente su dominio por su esbelta presencia. La torre, erguida a finales del XIX, rotunda y ligera, evidencia que es posible mejorar y acrecentar, equilibrio y arrojo, el patrimonio que ya estaba en obras quinientos años antes, pues la conquista católica y catalana de la ciudad musulmana arrasó con fuego o a pico con todas las mezquitas como esta. No importa la hora del día, si a la primera luz de tenues contornos y tonos pastel o a la hora alta de las sombras rigurosas y los brillos afilados o a la baja hora de fulgores plateados, cielo estirado y sensación terminal. Esta docena de pasos nunca defrauda, desata un goce discreto e intransferible, es un regalo que detona la descarga de placer que arrulla desde el pecho a la cabeza. Es estar dentro de un travelling de Paolo Sorrentino, una caricia urbana, una reconciliación personal, con uno y con el cosmos. Aquí sí, me ataca la sombra de la duda, avanzo como un equilibrista sobre la línea de mi pensamiento. Quizás Palma no merezca mi bronca y yo pudiera ser más benigno conmigo mismo. Y sigo avanzando y vuelvo a empezar. Los días, las semanas, los meses, los cafés y las cañas.

 

 


 

 

Doce Pasos 

 

 

 
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